Carta de Peña Esclusa a los jóvenes
Por Alejandro Peña Esclusa
Al cumplirse un mes de mi injusto encarcelamiento, sentí el deseo de comunicarme con ustedes, convencido de que mis palabras podrían serles útiles.
Queridos jóvenes:
Al cumplirse un mes de mi injusto encarcelamiento, sentí el deseo de comunicarme con ustedes, convencido de que mis palabras podrían serles útiles.
La mayor aspiración de todo ser humano -especialmente intensa en los jóvenes- es alcanzar la felicidad; pero, según mi experiencia personal, ésta se encuentra de forma que podríamos llamar misteriosa.
Dado que nuestro cuerpo es animal, pero nuestra alma es angelical; existen tendencias contrapuestas dentro de nosotros. La parte animal nos tienta a buscar la felicidad en los aspectos materiales, como lo son los placeres, el dinero, la satisfacción egoísta, etcétera.
Ésta fue la opción que yo escogí en mi juventud. Venezuela era un país pujante, había estabilidad política y dinero en abundancia, y todo profesional universitario tenía su futuro económico asegurado. Así que, recién graduado de la Universidad Simón Bolívar, ya era dueño de mi propia empresa, tenía dinero, propiedades, carro, y al cabo de pocos años, incluso hasta una avioneta.
Me dediqué al trabajo, al deporte (obteniendo triunfos para Venezuela en numerosos campeonatos de artes marciales), a las fiestas, a los viajes placenteros y, en fin, a disfrutar la vida. Sin embargo, pese a las apariencias, no era feliz; sentía un gran vacío dentro de mí.
No me sentía a gusto disfrutando, cuando a mi alrededor observaba tanta pobreza y tantas diferencias sociales. Además, comprendí que el sistema democrático venezolano era insostenible, si no se hacían cambios fundamentales.
Pese a la aparente bonanza, producto del ingreso petrolero, Venezuela se estaba desmoronando moral y económicamente. Esto se hizo evidente en febrero de 1983, cuando se produjo la primera devaluación del bolívar, lo que se conoció como el “viernes negro”.
Al cumplir los treinta años -luego de pasar por una crisis existencial, derivada de aquellas reflexiones- cometí lo que cualquiera consideraría una “locura”: vendí todo lo que tenía, decidí dedicarme a la política, y comencé a elaborar un proyecto capaz de convertir a Venezuela en una potencia industrial, para lo cual estudié las experiencias históricas de Estados Unidos, Alemania y Japón, así como el caso exitoso del Plan Marshall, que sirvió para reconstruir Europa, luego de la Segunda Guerra Mundial.
Estaba convencido de que el bienestar que había observado en Estados Unidos, Europa, y otros países que había visitado durante mis viajes, no podía ser propiedad exclusiva de otras nacionalidades. Si ellos habían podido alcanzar el desarrollo, ¿Qué nos impedía a nosotros lograrlo?
Confieso que los primeros años de mi actividad política fueron muy duros y llenos de incomprensión; sin embargo, por fin comencé a experimentar -aunque levemente- un sentimiento de plenitud hasta ese entonces desconocido para mí; lo cual me animó a seguir adelante, pese a las dificultades. El sentimiento de plenitud se fue incrementando con el paso del tiempo, a medida que avanzaba en mi preparación intelectual y obtenía algunos incipientes logros políticos.
Afortunadamente, conseguí una maravillosa mujer que compartía mi “locura” por Venezuela. Nos casamos, tuvimos tres hijas, y hace poco cumplimos 20 años de matrimonio estable, muy fructífero y lleno de amor. Este apoyo fue fundamental para continuar mi camino con perseverancia y firmeza.
Cuando el señor Chávez llegó al poder en 1998, ya yo contaba con 44 años. Había alcanzado la madurez política e intelectual suficiente para enfrentar con éxito su proyecto castro-comunista, como en efecto he venido haciéndolo. Modestia aparte, he sido tan exitoso en mi labor, que a Chávez no le quedó otro remedio que encarcelarme, para tratar -sin lograrlo- de frenar mis iniciativas.
Paradójicamente, estos últimos doce años, aunque cargados de problemas, han sido los más felices de mi vida; sin renegar de los años anteriores. Ciertamente, me llena de tristeza ver a mi país destruyéndose; pero en medio de esa tragedia, soy feliz, porque no vivo para satisfacerme a mí mismo, sino para hacer el bien a mi patria, a mi familia, y a mis amigos.
Y justamente en eso consiste la verdadera felicidad: en olvidarse de sí mismo (al fin y al cabo somos seres mortales) y en entregarse a una causa trascendente; sirviendo a los demás y construyendo el bien común.
Con esto no quiero censurar los placeres que proporciona la vida; sino afirmar que estas diversiones cobran otro sentido -más humano y verdadero- cuando están ordenadas según una causa superior.
Ustedes viven una Venezuela muy distinta a la de mis años jóvenes. Actualmente, sólo se perciben problemas; existe un descontento y un desánimo generalizados; y, peor aún, el futuro parece truncado. Sin embargo, visto desde una perspectiva diferente, la Venezuela de hoy les da la oportunidad de asumir mayores retos y responsabilidades; de preocuparse por asuntos trascendentes; de luchar por su futuro, por el de sus seres queridos, y por el de todos sus compatriotas; en fin, les permite orientar su vida hacia lo angelical contenido en su alma, en lugar de dedicarla a satisfacer la parte animal que yace en el cuerpo.
Comentaba al principio de esta carta que la felicidad se consigue de manera misteriosa. Ejemplo de ello es mi situación actual: supuestamente yo debería estar triste y resentido, porque me encerraron injustamente, acusándome de un horrendo delito que no cometí; y sin embargo, ocurre todo lo contrario; nunca me había sentido tan orgulloso, tan útil a mi patria, y tan contento conmigo mismo, por haber actuado con patriotismo y con rectitud. Sin duda, soy un hombre feliz y plenamente realizado.
Esa -mis queridos jóvenes- es la lección que quisiera transmitirles hoy. La felicidad se encuentra cuando la vida está orientada a un fin superior.
Sean felices, pero construyendo el bien. Amen sin límite, pero de forma ordenada. Respeten y quieran a sus parejas, buscando su bienestar más que el suyo propio. Ríanse a carcajadas, pero a la vez dedíquense al prójimo. Estudien mucho, pero no por obligación, sino por el placer de aprender. Sean valientes, pero no temerarios. Y en fin, disfruten la vida con alegría, pero también cumplan con la vocación que Dios ha puesto en su corazón.
Finalmente, quiero enviarles un mensaje de esperanza y de optimismo. La triste situación política que vive el país es temporal. Pronto se abrirán nuevos caminos para los venezolanos. Pongan su fe en Dios y su confianza en la patria que los vio nacer. Les prometo un futuro mejor.
Queridos jóvenes, desde mi “hermana cárcel” les reitero: ¡No tengan miedo! ¡Ánimo, tengan esperanza!
Alejandro Peña Esclusa
Prisionero político
Presidente de UnoAmérica
Al cumplirse un mes de mi injusto encarcelamiento, sentí el deseo de comunicarme con ustedes, convencido de que mis palabras podrían serles útiles.
Queridos jóvenes:
Al cumplirse un mes de mi injusto encarcelamiento, sentí el deseo de comunicarme con ustedes, convencido de que mis palabras podrían serles útiles.
La mayor aspiración de todo ser humano -especialmente intensa en los jóvenes- es alcanzar la felicidad; pero, según mi experiencia personal, ésta se encuentra de forma que podríamos llamar misteriosa.
Dado que nuestro cuerpo es animal, pero nuestra alma es angelical; existen tendencias contrapuestas dentro de nosotros. La parte animal nos tienta a buscar la felicidad en los aspectos materiales, como lo son los placeres, el dinero, la satisfacción egoísta, etcétera.
Ésta fue la opción que yo escogí en mi juventud. Venezuela era un país pujante, había estabilidad política y dinero en abundancia, y todo profesional universitario tenía su futuro económico asegurado. Así que, recién graduado de la Universidad Simón Bolívar, ya era dueño de mi propia empresa, tenía dinero, propiedades, carro, y al cabo de pocos años, incluso hasta una avioneta.
Me dediqué al trabajo, al deporte (obteniendo triunfos para Venezuela en numerosos campeonatos de artes marciales), a las fiestas, a los viajes placenteros y, en fin, a disfrutar la vida. Sin embargo, pese a las apariencias, no era feliz; sentía un gran vacío dentro de mí.
No me sentía a gusto disfrutando, cuando a mi alrededor observaba tanta pobreza y tantas diferencias sociales. Además, comprendí que el sistema democrático venezolano era insostenible, si no se hacían cambios fundamentales.
Pese a la aparente bonanza, producto del ingreso petrolero, Venezuela se estaba desmoronando moral y económicamente. Esto se hizo evidente en febrero de 1983, cuando se produjo la primera devaluación del bolívar, lo que se conoció como el “viernes negro”.
Al cumplir los treinta años -luego de pasar por una crisis existencial, derivada de aquellas reflexiones- cometí lo que cualquiera consideraría una “locura”: vendí todo lo que tenía, decidí dedicarme a la política, y comencé a elaborar un proyecto capaz de convertir a Venezuela en una potencia industrial, para lo cual estudié las experiencias históricas de Estados Unidos, Alemania y Japón, así como el caso exitoso del Plan Marshall, que sirvió para reconstruir Europa, luego de la Segunda Guerra Mundial.
Estaba convencido de que el bienestar que había observado en Estados Unidos, Europa, y otros países que había visitado durante mis viajes, no podía ser propiedad exclusiva de otras nacionalidades. Si ellos habían podido alcanzar el desarrollo, ¿Qué nos impedía a nosotros lograrlo?
Confieso que los primeros años de mi actividad política fueron muy duros y llenos de incomprensión; sin embargo, por fin comencé a experimentar -aunque levemente- un sentimiento de plenitud hasta ese entonces desconocido para mí; lo cual me animó a seguir adelante, pese a las dificultades. El sentimiento de plenitud se fue incrementando con el paso del tiempo, a medida que avanzaba en mi preparación intelectual y obtenía algunos incipientes logros políticos.
Afortunadamente, conseguí una maravillosa mujer que compartía mi “locura” por Venezuela. Nos casamos, tuvimos tres hijas, y hace poco cumplimos 20 años de matrimonio estable, muy fructífero y lleno de amor. Este apoyo fue fundamental para continuar mi camino con perseverancia y firmeza.
Cuando el señor Chávez llegó al poder en 1998, ya yo contaba con 44 años. Había alcanzado la madurez política e intelectual suficiente para enfrentar con éxito su proyecto castro-comunista, como en efecto he venido haciéndolo. Modestia aparte, he sido tan exitoso en mi labor, que a Chávez no le quedó otro remedio que encarcelarme, para tratar -sin lograrlo- de frenar mis iniciativas.
Paradójicamente, estos últimos doce años, aunque cargados de problemas, han sido los más felices de mi vida; sin renegar de los años anteriores. Ciertamente, me llena de tristeza ver a mi país destruyéndose; pero en medio de esa tragedia, soy feliz, porque no vivo para satisfacerme a mí mismo, sino para hacer el bien a mi patria, a mi familia, y a mis amigos.
Y justamente en eso consiste la verdadera felicidad: en olvidarse de sí mismo (al fin y al cabo somos seres mortales) y en entregarse a una causa trascendente; sirviendo a los demás y construyendo el bien común.
Con esto no quiero censurar los placeres que proporciona la vida; sino afirmar que estas diversiones cobran otro sentido -más humano y verdadero- cuando están ordenadas según una causa superior.
Ustedes viven una Venezuela muy distinta a la de mis años jóvenes. Actualmente, sólo se perciben problemas; existe un descontento y un desánimo generalizados; y, peor aún, el futuro parece truncado. Sin embargo, visto desde una perspectiva diferente, la Venezuela de hoy les da la oportunidad de asumir mayores retos y responsabilidades; de preocuparse por asuntos trascendentes; de luchar por su futuro, por el de sus seres queridos, y por el de todos sus compatriotas; en fin, les permite orientar su vida hacia lo angelical contenido en su alma, en lugar de dedicarla a satisfacer la parte animal que yace en el cuerpo.
Comentaba al principio de esta carta que la felicidad se consigue de manera misteriosa. Ejemplo de ello es mi situación actual: supuestamente yo debería estar triste y resentido, porque me encerraron injustamente, acusándome de un horrendo delito que no cometí; y sin embargo, ocurre todo lo contrario; nunca me había sentido tan orgulloso, tan útil a mi patria, y tan contento conmigo mismo, por haber actuado con patriotismo y con rectitud. Sin duda, soy un hombre feliz y plenamente realizado.
Esa -mis queridos jóvenes- es la lección que quisiera transmitirles hoy. La felicidad se encuentra cuando la vida está orientada a un fin superior.
Sean felices, pero construyendo el bien. Amen sin límite, pero de forma ordenada. Respeten y quieran a sus parejas, buscando su bienestar más que el suyo propio. Ríanse a carcajadas, pero a la vez dedíquense al prójimo. Estudien mucho, pero no por obligación, sino por el placer de aprender. Sean valientes, pero no temerarios. Y en fin, disfruten la vida con alegría, pero también cumplan con la vocación que Dios ha puesto en su corazón.
Finalmente, quiero enviarles un mensaje de esperanza y de optimismo. La triste situación política que vive el país es temporal. Pronto se abrirán nuevos caminos para los venezolanos. Pongan su fe en Dios y su confianza en la patria que los vio nacer. Les prometo un futuro mejor.
Queridos jóvenes, desde mi “hermana cárcel” les reitero: ¡No tengan miedo! ¡Ánimo, tengan esperanza!
Alejandro Peña Esclusa
Prisionero político
Presidente de UnoAmérica
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