Los últimos días de Noriega
Por: Guillermo A. Cochez El Universal (Ven)
No sólo a africanos y yugoeslavos los están juzgando tribunales criminales internacionales...
Diciembre 21 del 89, día siguiente a la invasión norteamericana, mientras huía sin saber dónde esconderse, en su mansión encontraron una lista de sus peores enemigos: Reagan, quien encabezaba la lista, y seis de sus más temidos criollos, entre los cuales me encontraba yo. Noriega creía en brujos y ritos extraños; calculo que en las noches -cuando dormía allí- éramos acreedores de alguno que otro alfiler.
Viví muy de cerca los últimos días del sátrapa; me detuvieron tres semanas antes a mi regreso de Washington, donde asistía a Asamblea General de la OEA que debatía sobre el régimen militar panameño. Presentíamos su fin pero desconocíamos cómo serían sus últimos pataleos, acabando con quienes nos enfrentábamos a diario con él. Estaba herido de muerte desde el 5 de febrero de 1988 cuando una fiscalía en Miami lo encausó (indictment) por tráfico de drogas y lavado de dinero. Cinco semanas después un grupo de altos oficiales infructuosamente trató de encarcelarlo y entregarlo a EEUU. Prometió que quienes lo intentaran nuevamente serían muertos, lo cual cumplió el 3 de octubre del 89, cuando asesinó cual paredón cubano a los insurrectos.
Sus días finales fueron tétricos. Prácticamente no dormía y su rostro se le veía hinchado, quizás producto de la cortisona y de la tensión a que era sometido. Por la paranoia que lo perseguía cambiaba de dormitorio cada noche, siendo muy pocos los que sabían dónde pernoctaba. Decían que parecía un zombie, porque en ocasiones no hacía más que hablar incoherencias de su anterior relación con los gringos, quienes en ese momento habían puesto precio a su cabeza.
Cual militar corrupto y sin ideología había estado a sueldo de la CIA y no entendía cómo ahora sus antiguos patrones se querían zafar de él. Sabían que era un doble agente de Cuba e Israel; que tenía excelentes relaciones con los sandinistas y Arafat, al mismo tiempo que permitía que Panamá sirviera de refugio a Pablo Escobar y a cuanto capo pudiera pagar las altas tarifas que cobraba por protegerlos. Pero, como los gringos decían en los tiempos de Somoza y alguien les preguntaba cómo podían apoyar a uno de su calaña, ellos decían que "era de ellos", Noriega -al menos así los gringos creían- era de los suyos.
Al verlo en Francia, casi sin poder caminar, después de más de 20 años preso en cárceles norteamericanas y en una prisión para los grandes criminales franceses, sin saber qué le espera, todos los déspotas deben mirarse en ese espejo. No sólo a africanos y yugoeslavos los están juzgando tribunales criminales internacionales, sino en sus países de origen han encausado a militares chilenos, argentinos y uruguayos y a presidentes ticos y guatemaltecos.
Embajador de Panamá ante la OEA
gcochez@covad.net
Viví muy de cerca los últimos días del sátrapa; me detuvieron tres semanas antes a mi regreso de Washington, donde asistía a Asamblea General de la OEA que debatía sobre el régimen militar panameño. Presentíamos su fin pero desconocíamos cómo serían sus últimos pataleos, acabando con quienes nos enfrentábamos a diario con él. Estaba herido de muerte desde el 5 de febrero de 1988 cuando una fiscalía en Miami lo encausó (indictment) por tráfico de drogas y lavado de dinero. Cinco semanas después un grupo de altos oficiales infructuosamente trató de encarcelarlo y entregarlo a EEUU. Prometió que quienes lo intentaran nuevamente serían muertos, lo cual cumplió el 3 de octubre del 89, cuando asesinó cual paredón cubano a los insurrectos.
Sus días finales fueron tétricos. Prácticamente no dormía y su rostro se le veía hinchado, quizás producto de la cortisona y de la tensión a que era sometido. Por la paranoia que lo perseguía cambiaba de dormitorio cada noche, siendo muy pocos los que sabían dónde pernoctaba. Decían que parecía un zombie, porque en ocasiones no hacía más que hablar incoherencias de su anterior relación con los gringos, quienes en ese momento habían puesto precio a su cabeza.
Cual militar corrupto y sin ideología había estado a sueldo de la CIA y no entendía cómo ahora sus antiguos patrones se querían zafar de él. Sabían que era un doble agente de Cuba e Israel; que tenía excelentes relaciones con los sandinistas y Arafat, al mismo tiempo que permitía que Panamá sirviera de refugio a Pablo Escobar y a cuanto capo pudiera pagar las altas tarifas que cobraba por protegerlos. Pero, como los gringos decían en los tiempos de Somoza y alguien les preguntaba cómo podían apoyar a uno de su calaña, ellos decían que "era de ellos", Noriega -al menos así los gringos creían- era de los suyos.
Al verlo en Francia, casi sin poder caminar, después de más de 20 años preso en cárceles norteamericanas y en una prisión para los grandes criminales franceses, sin saber qué le espera, todos los déspotas deben mirarse en ese espejo. No sólo a africanos y yugoeslavos los están juzgando tribunales criminales internacionales, sino en sus países de origen han encausado a militares chilenos, argentinos y uruguayos y a presidentes ticos y guatemaltecos.
Embajador de Panamá ante la OEA
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