Cuando el arte se presta a la barbarie
Por: Antonio Sánchez García
Algo hay de patético y lamentable en la humillante subordinación de Furtwängler a los dictados antisemitas y bárbaros del nazismo alemán. Una contradicción profunda entre la grandeza de la música - no se hable de ella en la patria de los más grandes compositores de la humanidad - y la necesidad de sobrevivir a su servicio ultrajando sus profundas pulsiones liberadoras. Como las de toda forma de arte.
Al maestro Abreu y su discípulo Dudamel
Hitler también era melómano. En los tiempos de su vagabundaje por Viena, recién salido de la adolescencia, y a veinte años de convertirse en el hombre más poderoso del planeta, sólo encontraba en las operas de Wagner consuelo a sus angustias existenciales y la estimulante reafirmación de sus apocalípticas ambiciones.
Se sabía las obras del compositor alemán de memoria. Como, según dicen, el joven Dudamel conoce muchas de las que dirige. Si en vez de aventurarse por la pintura y convertirse en el arquitecto de sus delirios hubiera encontrado un protector como José Antonio Abreu hubiera podido compartir la cancillería del Reich y la dirección de sus ejércitos, que lo llevaran a convertirse en el dueño de Europa y la más grave amenaza a la paz mundial desde los tiempos de Atila, con la dirección de la Opera de Berlín e incluso ver gratificado sus afanes en Bayreuth, la catedral de la familia Wagner, que lo adoraba.
Cuando viajaba en su poderoso Mercedes rojo por las carreteras alemanas en plena campaña electoral, la que en 1932 lo llevara a montar el primer partido en el Reichstag, a pocos meses de convertirse en el dictador legal de Alemania – como Hugo Chávez en las de 1998 – solía silbarle a su acompañante preferido, el buen burgués nacionalsocialista Ernst “Putzi” Hanfstaengl, pasajes completos del ciclo de los Nibelungos. Incluso imitarle el modo a la Liszt con que su acomodado protector solía tocarle al piano en su apartamento de la Prinzregentenplatz, en Munich, pasajes de su amado compositor para ayudarle a superar sus depresiones.
Los Wagner lo adoraban. Nunca un emperador, un canciller, un presidente del Reich tuvo tan buen gusto musical, ni tanto talento político. Aunado, como lo demostraría después, a un genio militar incomparable. En Wagner y en los sofisticados y alucinantes montajes de sus obras épicas y nacionalistas, heroicas y patrióticas encontraba el asesino de seis millones de judíos y el provocador de la guerra más pavorosa de la humanidad la fibra más sensible y conmovedora de sus proyectos estratégicos. Hacer de Alemania el imperio planetario que coronara la elevación de la raza aria a los cielos eternos.
Llevado por la melomanía del Führer, Josef Goebbels, el ex Gauleiter de Berlin y segundo de a bordo, ordenó el “exprópiese” de la Orquesta Filarmónica de Berlin, entonces dirigida por otro melómano, el extraordinario director Wilhelm Furtwängler, quien la dirigió desde 1922 hasta 1945. Furtwängler, uno de los más colosales directores de todos los tiempos, se acopló como un guante de terciopelo a la mano de hierro de su empleador. Poco importa saber si lo hizo de buena gana o llevado por su amor a la Filarmónica de Berlin. Le sirvió de poco: como aceptó de buen o mal grado la prohibición dictada personalmente por el caudillo de interpretar en Berlin y en toda Alemania las obras de los judíos Mendelssohn Bartholdy, Gustav Mahler y Arnold Schoenberg, “el judío degenerado”, incluso las cadenzas del gran violinista vienés Fritz Kreisler en cualquiera de los conciertos de violín, vio fracturada su carrera de manera brutal cuando los aliados entraron a Berlin y le pusieron fin a la barbarie nazi.
Algo hay de patético y lamentable en la humillante subordinación de Furtwängler a los dictados antisemitas y bárbaros del nazismo alemán. Una contradicción profunda entre la grandeza de la música - no se hable de ella en la patria de los más grandes compositores de la humanidad - y la necesidad de sobrevivir a su servicio ultrajando sus profundas pulsiones liberadoras. Como las de toda forma de arte. Tras algunos años, ya desnazificado – como bien se espulga a un sarnoso – fue reivindicado y puesto nuevamente a la cabeza de la Filarmónica.
Chávez, qué duda cabe, está a millones de años luz del sofisticamiento musical y la destructiva genialidad del monstruo austríaco. Lo suyo es la música criolla, la de cervecerías y carne en vara y una revolución de alpargatas. No tendrá la más mínima idea de la monumental tetralogía El anillo del Nibelungo ni de su concepción de la unión de la música y las artes escénicas en “un arte total”. Para él, el Teatro Teresa Carreño no es más que el escenario de sus bravatas, sus procacidades y desplantes. Tanto más patética la compañía que le ofrendan el maestro Abreu y su discípulo preferido. Ambos deben creer en el poder trascendente de la música, como No los salva de la vergüenza que sentimos los demócratas. Les costará zafarse la costra de la obsecuencia.
Nota de ASERNE
Dudamel Un Miserable Sin el Talento de los grandes. Furtwängler conducts Die Meistersinger in 1942. Una verguenza, arte con svásticas!!
Etiquetas: antisemitismo, colaboracionismo, Dudamel
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