Salir de Maduro para salvar todos a nuestras familias
Por: Jesús Antonio Petit da Costa
En los años 40-50 y hasta los 60 del siglo pasado Venezuela fue un país de inmigración masiva. Llegaron centenares de miles de europeos: portugueses, españoles e italianos principalmente, que huían de sus naciones empobrecidas por la guerra. Aquí hicieron fortuna trabajando duro y formaron familia cruzándose con los criollos. Fueron factores importantes en la prosperidad del país y en la fama de sus mujeres, ya que hijas de estos inmigrantes destacaron como reinas de belleza.
En los años 60-70 vino la segunda ola inmigratoria. Entonces llegaron argentinos, uruguayos y chilenos. Venían huyendo de las dictaduras militares. En su mayoría eran universitarios. Se les acogió e incorporó a la sociedad venezolana, asignándoseles asesorías del gobierno y cátedras en universidades y liceos.
En los años 70-80 vino la tercera ola inmigratoria. Atraídos por el boom petrolero, llegaron centenares de miles de trabajadores andinos: colombianos, ecuatorianos, peruanos y bolivianos, que huían de la pobreza y de la guerra civil. Aquí consiguieron trabajo y sobre todo paz y seguridad. Se integraron de tal modo que sus hijos son profundamente venezolanos.
Todos esos inmigrantes fueron atraídos por una Venezuela de economía próspera, con moneda dura y estabilidad de precios, donde había paz y seguridad, con democracia y justicia y sobre todo con oportunidades y futuro para todos, especialmente los jóvenes. Era la época en que Venezuela tenía la imagen de un paraíso, admirado y envidiado por los extranjeros. Pero los venezolanos no lo veíamos así. Entonces nos sucedió lo mismo a Eva y Adán en el Edén. El pueblo cayó en la tentación de probar la manzana del comunismo, envuelta en papel de regalo, que le ofreció el difunto, mandado por el demonio llamado Fidel. Entonces fue echado del paraíso y enviado al infierno en el que estamos viviendo desde hace quince años. Convertido el paraíso en infierno, copia fiel y exacta de Cuba, cambió la corriente migratoria. Ya no viene nadie para acá. Y como únicamente a los malos, a los comunistas y a los malandros, les gusta el infierno, los buenos empezaron a irse. Primero se fueron unos pocos a los que se le agregaron después muchos hasta completar una emigración de más de dos millones de venezolanos. Una verdadera diáspora. Tanto o más que los judíos en la segunda guerra mundial. Más que los cubanos que huyeron de la tiranía comunista.
Hasta ahora a muchos, de los que todavía estamos aquí, los detenía la esperanza de que se acabara el infierno pronto, aceptando que tengamos pagar penitencia pasando por el purgatorio de la transición para poder regresar al paraíso. Pero han perdido la fe de que suceda porque ya no creen en el canto de sirena de los colaboracionistas que todos los años le dicen: “vamos a ganar la próxima elección”, “segurito que la ganamos”. Se han dado cuenta del engaño. La desesperanza se viene apoderando del alma de los venezolanos. Lo dicen las encuestas. Uno de cada cuatro se quiere ir, a cualquier parte con tal de salir de este infierno. Son 7,5 millones de personas, que si los dejamos ir, haría que llegaran a 10 millones de emigrantes venezolanos. La más grande diáspora latinoamericana. Una diáspora que comenzó por los universitarios que no ven futuro, a quienes se han sumado trabajadores calificados y no-calificados. Gente de todas las condiciones y de todos los oficios. Es una verdadera hemorragia de recursos humanos. Y pensar que su remedio es sencillo: echar a Maduro para que se queden los buenos que quieren irse y regresen los que ya se fueron. Salir de Maduro no sólo nos salva de la hecatombe económico-social que se nos viene encima. Nos salva también de la tragedia familiar: la separación de padres e hijos, de abuelos y nietos, de tíos y sobrinos, de hermanos, la desintegración de la familia dispersa por el mundo.
Estimado lector: si sigue Maduro usted pierde a su familia, porque se irán uno tras otro. Usted se irá quedando solo en este infierno de país. Su alternativa es sencilla: echar a Maduro o perder la familia, sin garantía de que usted mismo sobreviva a la hecatombe.
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