Video: La Vida de los otros "Amargas Verdades"
Fuente: Apuntes en sucio de Manuel Jabois
La vida de los Otros, una película que más que por sus escenas se agiganta retratando con exacta precisión una atmósfera real y violenta, heredera del orwelliano 1984 y sus cariñosas dictaduras inspiradoras, que nos empapa con brutalidad, sin grietas para la esperanza, sobre la vida en los sistemas totalitarios.
De todas las escenas hay una que sobresale por su concisión, por esa capacidad insólita para resumir dos horas en apenas unos segundos demoledores. Sucede mediada la película, quizás antes, cuando el capitán de la Stasi encargado de espiar a Georg Dreyman, un escritor recién llegado a la lista negra, está al tanto de la relación sexual (forzada) de un ministro de la RDA con la esposa de Dreyman.
El coche oficial aparca cerca del portal para dejar a la mujer, y el oficial de la Stasi decide que su espiado conozca la infidelidad. Coge dos cables para hacer sonar el telefonillo (Dreyman tendrá que bajar al portal a abrir) y dice, en su improvisada oficina: “Ha llegado el momento de las amargas verdades”.
El Estado (socialista, por cierto, y no a la manera ensoñadora y feliz de Good bye, Lenin) no sólo dictamina quién es quién (“¿qué soy, un director que no puede dirigir?”, pregunta con ironía un proscrito), chantajea sexualmente a sus divas (al fin y al cabo hay mafias que lo hacen con peor estilo, y aún después las sacan al mercado) y hace partícipe de su paranoia conspirativa a todos los ciudadanos, obligándolos a la colaboración o condenándolos a un silencio humillante (como esa vecina que se asoma, en dulce metáfora, a la mirilla de la puerta). También asalta el amor, despojándolo de sus secretos y exhibiendo sin piedad sus costuras. Lo hace desde la oscuridad y el silencio, manejando los hilos con exquisitez y artillando un discurso temible que podría resumirse en aquello que se encontró Dante a las puertas del infierno: “Abandonad toda esperanza al traspasarme”.
Que además esa miseria humana, emparedada entre la delación, el secreto y la servidumbre pese a todo ineficaz al Estado, se palpe cuando el capitán de la Stasi quiere abrirle los ojos a su espiado con una sucia treta no deja sino al aire el fabuloso tendal de la dictadura: incluso la verdad, casi siempre amarga, no deja de estar al servicio del Régimen.
La vida de los Otros, una película que más que por sus escenas se agiganta retratando con exacta precisión una atmósfera real y violenta, heredera del orwelliano 1984 y sus cariñosas dictaduras inspiradoras, que nos empapa con brutalidad, sin grietas para la esperanza, sobre la vida en los sistemas totalitarios.
De todas las escenas hay una que sobresale por su concisión, por esa capacidad insólita para resumir dos horas en apenas unos segundos demoledores. Sucede mediada la película, quizás antes, cuando el capitán de la Stasi encargado de espiar a Georg Dreyman, un escritor recién llegado a la lista negra, está al tanto de la relación sexual (forzada) de un ministro de la RDA con la esposa de Dreyman.
El coche oficial aparca cerca del portal para dejar a la mujer, y el oficial de la Stasi decide que su espiado conozca la infidelidad. Coge dos cables para hacer sonar el telefonillo (Dreyman tendrá que bajar al portal a abrir) y dice, en su improvisada oficina: “Ha llegado el momento de las amargas verdades”.
El Estado (socialista, por cierto, y no a la manera ensoñadora y feliz de Good bye, Lenin) no sólo dictamina quién es quién (“¿qué soy, un director que no puede dirigir?”, pregunta con ironía un proscrito), chantajea sexualmente a sus divas (al fin y al cabo hay mafias que lo hacen con peor estilo, y aún después las sacan al mercado) y hace partícipe de su paranoia conspirativa a todos los ciudadanos, obligándolos a la colaboración o condenándolos a un silencio humillante (como esa vecina que se asoma, en dulce metáfora, a la mirilla de la puerta). También asalta el amor, despojándolo de sus secretos y exhibiendo sin piedad sus costuras. Lo hace desde la oscuridad y el silencio, manejando los hilos con exquisitez y artillando un discurso temible que podría resumirse en aquello que se encontró Dante a las puertas del infierno: “Abandonad toda esperanza al traspasarme”.
Que además esa miseria humana, emparedada entre la delación, el secreto y la servidumbre pese a todo ineficaz al Estado, se palpe cuando el capitán de la Stasi quiere abrirle los ojos a su espiado con una sucia treta no deja sino al aire el fabuloso tendal de la dictadura: incluso la verdad, casi siempre amarga, no deja de estar al servicio del Régimen.
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