ETA y las secuelas que nunca prescriben
Por: María del Mar Villanueva
Fuente: Ponte Al Día
Es ciudadano venezolano y desde 2005 es funcionario del gobierno de Hugo Chávez. Todo normal, si no se tratase de Arturo Cubillas, presunto militante de ETA, organización que ha clavado su aguijón sanguinario en España, desde que el uso de razón se instaló en el cuerpo. Deportado a Venezuela en 1989, en donde esta banda encontró su santuario en donde adiestrar nuevas "camadas" de terroristas. Por su imputación en tres asesinatos, la Justicia española trata su captura desde 2002. Venezuela lo ampara como ciudadano venezolano, a pesar de que la Audiencia Nacional de España, le ha citado a declarar como imputado el próximo 14 de diciembre por presunta alianza entre ETA y las FARC.
En este lado del mundo, ETA fue clasificada como grupo independentista, y Cubillas se permitió la arrogancia de llamar a su restaurante de comida vasca en tierra venezolana "Oker´s", en referencia al grupo terrorista al que pertenecía; como un quijote que busca plantar su hidalguía lejos de sus huestes.
Cubillas ha prestado declaración ante el fiscal Richard Monasterio, mientras que en los aledaños del Ministerio Publico, se le expresaba un respaldo claro y rotundo, y se acusaba a la policía española de torturar a miembros de ETA. Cubillas se ha erigido en el Mandela de una causa que ciertamente, la memoria del tiempo ha terminado por atrofiar. Lo que me llevó a escudriñar hemerotecas, tras apuntarse que sus delitos han prescrito, hasta llegar a una de ellas, que hizo saltar chispas en la memoria.
Habría que remontarse a la década de los ochenta, hasta un tórrido mes de julio; época en la que España entera da la vuelta por completo, y el personal anda inquieto buscando otro marco donde darse al ocio. Y en aquellas lides estaba una chiquilla, planeando vacaciones familiares en Zaragoza, para situarnos, en el noreste de España. Por aquel entonces, todavía no existía la sofisticación de la alta velocidad AVE de Renfe, aunque lo que había, era aceptable. Los trenes nocturnos eran otro cantar, cargados más de historias personales, que de kilómetros a sus espaldas.
Aquella chiquilla iba a tomar el tren nocturno Granada-Madrid, portando una gran maleta, ilusión, y una caja de piononos, dulce típico del lugar, que en estos tiempos habría sido catalogado de paquete sospechoso. Salió de la soleada Granada, no sin antes recibir la pertinente "lectura de cartilla" por parte de sus progenitores: "no te muevas de la estación, (Chamartín por más señas), no sea que pierdas el tren a Zaragoza", así como un sinfín de ineludibles consignas.
La espera en Chamartín se hacía interminable, y aunque en la mente resonaba sin cesar aquella batería de advertencias, entre la prudencia y la insolencia, optó por permanecer impertérrita en el último rincón de la estación, amarrada a su bagaje estival, así como a su caja de piononos. En ese momento, el mundo pareció saltar por los aires, y nada de lo que se había aprendido hasta entonces, servía para absolutamente nada.
Humo, confusión, estruendo, y sobre todo, estupefacción y terror ante lo que la mirada no dejaba de rechazar. Carreras precipitadas carentes de orden, que buscaban un trozo de espacio en donde la vida no fuese arrebatada. El peso se convirtió en ingrávido hacia la subsistencia, sin olvidar aquella caja de pasteles, que a pesar de terminar fundiéndose con la propia piel, llegó a su destino.
Una pesadilla que se instaló en el subconsciente, al mismo tiempo, que un zumbido machacón en el oído no dejaba penetrar otras realidades. Nada de ello habría estado dotado de total autenticidad, si no hubiese sido vivido en primera persona. Y a pesar de que ETA rubricó aquel atentado, como otros dos producidos en lugares neurálgicos de Madrid, el paso del tiempo consiguió amortiguar sus efectos, anteponiendo la cordura a la obstinación. Aunque eso sí, el dolor que se respiraba en aquella estación, en aquel ardiente mes de julio, sería muy difícil de darlo por prescrito.
Etiquetas: terrorismo
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home