Caracas, vía Damasco
POR: DIEGO PÉREZ ORDÓÑEZ
Fuente: Diario El Comercio
A pena ver a Venezuela como una especie de teatro en el que todos los espectadores contemplan el espectáculo sin apenas inmutarse, sin moverse de sus asientos y simulando impotencia. Apena todavía más ver a Venezuela como laboratorio de un posible Estado fallido, coqueteando y caminando por los contornos del abismo. Y da vergüenza ajena que los presidentes latinoamericanos -sus barbas en remojo- miren para el otro lado. En América Latina, se sabe, las constituciones suelen ser de papel y la calle es la que manda.
La situación de Venezuela, además, obliga a replanteos. Sugiere cuestionamientos y posibilidades de reflexión. Creo que el primer tema de consideración es pensar en los límites del gobierno legítimo: es decir, en la posibilidad, perfectamente factible, de que un gobernante electo en las urnas (aunque en este caso con grandes sombras) pueda degenerar rápidamente en opresor. Es que - me parece que admite poca discusión- la democracia no empieza ni acaba en elecciones y quien las gane no necesariamente es o será un demócrata. Resulta más poderoso sostener que el verdadero demócrata no necesita solamente ganar elecciones, sino escuchar, saber cuándo callar y procesar las opiniones ajenas. Puede haber casos, y lastimosamente Venezuela es el mejor ejemplo, de presidentes electos en las urnas que poco después, y en la práctica, adoptan prácticas dictatoriales. Y luego, irónicamente, arguyen sus triunfos electorales para justificar el abuso del poder.
Resulta, además, eficaz sostener que las democracias aclamativas y plebiscitarias pueden degenerar en anarquía: si el sistema gira en torno a una sola personalidad, si el Estado entero se utiliza para promover el pensamiento único, si el Estado se amalgama con el partido único, que a su vez se funde con el gobierno que, literalmente, encarna un caudillo, no hay que ser muy inteligente para adivinar las consecuencias. Si desaparece el caudillo, temblará el Estado. En este aspecto los italianos han sido suficientemente sabios (como en casi todo) para implementar un sistema político que ha sobrevivido hasta al mismísimo Silvio Berlusconi.
Y lo que más preocupa, finalmente, es la devaluación y manipulación del concepto de los derechos fundamentales: ahora resulta que el poder - no solamente en Venezuela, claro- decide quién es fascista y quién es patriota, qué información es verdadera y cuál es falsa, qué se puede decir y qué te lleva a la cárcel o al ostracismo. Hay una tendencia, peligrosísima claro, a que el mismo poder manosee y monee los derechos fundamentales y los use a su antojo, para aferrarse, para no soltar la teta, para impedir la alternabilidad y cualquier tipo de elección. Se está empezando a virar la tortilla: los derechos fundamentales, diseñados para proteger al ciudadano de las garras de sus propios Estados, son ahora patrimonio de los poderosos y están a disposición de los políticos.
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