"Ivanes" y delatores
Por: MIBELIS ACEVEDO DONÍS
La azarosa vida del oficial de la KGB y proyeccionista privado de Stalin entre 1939-53, Iván Sanchin -personaje tallado a partir de la historia verdadera de Alexander Ganchin, un hombre común que tenía, eso sí, "acceso al Dios"- ofrece redondo pretexto para el film del cineasta ruso Andrei Konchalovsky, "The inner circle" (conocido como "El círculo del Poder",1991). Su acierto está no sólo en describir con desgarrada puntería la áspera realidad de un sistema que se sirve de la propaganda para atornillar a una clase dirigente en el poder, sino en mostrar a través de sus efectos en un ser candoroso como el propio Iván, cómo la ideología logra trastocar los valores esenciales del ser humano, degradar sus lazos más íntimos, sus afectos y compromisos fundamentales. Iván, quien repite fervoroso las consignas del partido y convive con un busto del venerado, omnipresente Stalin, no tiene reparos en confesar a su propia esposa Anastasia que el amor hacia el Líder está -naturalmente- por encima del que siente por ella.
Lo extraordinario, en fin, se hace atroz cotidianidad: la lógica del fanatismo político, la aberrante despersonalización que produce hace que luzca normal poner los intereses de la revolución por encima de los propios, por encima del sentimiento y el instinto, por encima de la piedad que debería inspirar el prójimo. En este caso, no hay conflicto admisible: manda la devoción al Líder, la preeminencia incuestionable del sistema. El film estruja la llaga de la antinatural imposición al narrar el burdo arresto de una familia judía, amigos de Iván y Anastasia, cuya pequeña hija es despachada a un orfanato. Ante el agravio, Iván, junto al resto de los inquilinos, mira y calla: saben que todo obedece a la intervención de un anónimo informante, quien ha denunciado el supuesto complot, el novelesco plan contrarrevolucionario de los judíos. El miedo no puede ser mayor: el delator podría vivir en la casa de al lado, ser cualquiera de ellos. El miedo es un vecino sin rostro.
El hostigamiento del "enemigo interno" con ayuda de esos delatores (los "sapos", como popularmente se les conoció en Venezuela en épocas de abierta persecución política, y que hoy, en ejercicio de eufemismo neo-lingüístico, resurgen como "patriotas cooperantes") ha sido peligrosa constante en regímenes donde la autoridad busca legitimarse a través de la fuerza, la desinformación, el miedo. Pocas cosas hay tan aberrantes como procurar el enfrentamiento de la gente con sus semejantes, sólo por pensar diferente: he allí la concreción de la más calamitosa de las guerras, la que libra pueblo contra pueblo. Y lo más trágico: que tal vez el delator -un alma común y corriente, envenenada por la acción implacable de la narrativa del odio- esté convencido, como Iván Sanchin, de que la revolución, el "bien mayor", prevalece sobre cualquier consideración "egoísta": que ese daño que infringe al otro no es tal, sino que por el contrario, supone un patriótico servicio a la nación.
Temible convicción. Más si consideramos que a los ojos de un Gobierno que castigado por la impopularidad y el desprestigio percibe amenazas en cada esquina, hoy todos somos sospechosos. La delación fruto del fanatismo y la maleable subjetividad, puede llevar a un venezolano inocente a transitar los peores infiernos. Llevarlo, incluso, a la muerte. De ese hosco destino no se libró Rodolfo González, "el aviador", -bautizado así por el presidente Maduro en cadena nacional- cuando en abril de 2014, según explica la abogada Elenis Rodríguez, directora de Fundeci, fue acusado anónimamente por un "patriota cooperante" (aunque la figura carezca de carácter legal, así consta en expediente) de haber participado en reuniones conspirativas contra el Gobierno y de poseer una bomba molotov, entre otras armas. Acto seguido, González era señalado como el "cerebro de las guarimbas", e imputado por asociación para delinquir, tenencia de explosivos y tráfico de armas de fuego. Al "enemigo de la revolución", un abuelo de 64 años, tocó purgar condena en el Sebin, donde hace pocos días daba término a su vida. Según su abogado Joel García, en suerte de postrero gesto de dignidad se había negado a convertirse en otro "patriota cooperante" a cambio de privilegios.
En octubre de 2014, el presidente Maduro admitía contar con una red de "27 mil patriotas cooperantes". El solo anuncio luce tenebroso: cada uno de nuestros movimientos, a estas alturas, debe tener acucioso registro... ¿cómo puede una sociedad aspirar a cierta funcionalidad si se relaciona sobre la base del miedo, la amenaza, la desconfianza, la delación? Simple: no puede. La democracia está lejos de validar tales perversiones. No podemos permitir que en nuestro país se imponga la lógica del delator, así como tampoco podemos dejar que persista la ceguera de los Ivanes: almas cuyo cómplice extravío les impida ver que la justicia, la decencia, el respeto, la cada vez menos usual normalidad, son cosas que nos urge restaurar en Venezuela.
Etiquetas: Patriota Cooperante
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