La sangre redentora del opresor
Por Vicente Echerri
Fuente: El Nuevo Herald
Tiranos |
Más de treinta años después de que el genocida régimen de
Pol Pot en Camboya llegara a su fin, tres de sus más cercanos colaboradores
están siendo juzgados en Phnom Penh. Parecería que un acto de justicia podría
venir a cerrar una de las acciones criminales más pavorosas y absurdas del
siglo XX: el experimento de los maoístas camboyanos a un costo de 2.2 millones
de muertos. Sin embargo, las dilaciones y contemplaciones que han venido
teniendo contra esos monstruos convierten el juicio en una parodia lamentable.
Si todos los requisitos del proceso llegan a cumplirse, los reos morirán de
viejos sin haber sido condenados; y si lo fueran, las sentencias serían poco
menos que simbólicas para la enormidad de sus crímenes.
Casi al mismo tiempo, el nuevo gobierno de Libia anunciaba
que Saif al-Islam, el hijo de Gadafi que fuera capturado en días pasados, sería
juzgado en ese país, lo cual el Tribunal Internacional de La Haya aceptó esta
semana algo a regañadientes, por parecerle que las figuras prominentes del
régimen depuesto no iban a tener garantías procesales en el lugar donde ahora
mandan sus enemigos y sus antiguas víctimas. La manera en que murió Gadafi
escandalizó a más de uno. “Debieron haberlo juzgado”, repetían a coro las
personas “decentes”.
En verdad no entiendo estos pruritos. Si la justicia
significa ante todo equidad, la comisión de un acto monstruoso obliga a un
castigo ejemplar, proporcional al crimen cometido. Gadafi murió como una acosada
rata de cañería, vejado y linchado por sus enemigos, y en esto sólo puede verse
un acto de simetría histórica —para no decir de justicia divina. ¿Por qué
habría de merecer un mejor fin quien dedicó cuatro décadas a torturar y a
asesinar a todo el que se le oponía? ¿En nombre de qué humanidad habría que
haberle librado de la humillación última, del zapatazo y del escupitajo?
Piadosos en extremo, creo yo, fueron sus ejecutores, que no lo arrastraron vivo
para luego colgarlo por los pies en sitio público hasta que las aves de rapiña
dieran cuenta de su carroña. Los oprimidos necesitan de estos radicales
exorcismos.
El genocida y el tirano no precisa de juicio alguno. Sus
actos criminales son evidentes, siendo el más obvio la usurpación ilícita del
poder que, concentrado en su persona, o en una cúpula, constituye de por sí una
condena anticipada. De aquí que estos individuos no requieran más que la breve
formalidad de un tribunal para comunicarles su condena (ya que la presunción de
inocencia no les concierne), que debe ser la ejecución inmediata, sin tiempo a
que intervengan los untuosos representantes de Amnistía Internacional o de
otros organismos de derechos humanos, que insisten en querer otorgarles una
dignidad de la que ellos mismos se pusieron al margen. Los rumanos nos dieron a
todos una lección con el “juicio” de Nicolae y Elena Ceausescu. Bastaron 90
minutos para enumerar los cargos por los cuales, un momento después, los
fusilaban en un patio. Todo lo contrario del dilatado, costoso y, por momentos
ridículo, proceso de Saddam Hussein, revestido de una formalidad legal que él
nunca mereció.
Las democracias occidentales, además, por haber dejado de
creer en la pena de muerte, dejan inconclusa la retribución que conlleva todo
acto de justicia legítimo. Estoy de acuerdo en que los tribunales no deben ser
pródigos en imponer la pena máxima ante cualquier homicidio vulgar, como más de
una vez ha ocurrido en este país; pero los grandes criminales —sobre todo
aquellos que cometen sus crímenes amparados en ideologías supuestamente
redentoras— deben pagar con su vida de manera expedita y sin ahorrarles ningún
dolor ni humillación.
Sólo la justicia ejemplar restaura el equilibrio que el
tirano —y sus más allegados— ha interrumpido en la vida de un pueblo. Para
sanar bien de las costosas secuelas, físicas y morales, que siempre deja la
tiranía, los opresores públicos deben ser sacrificados, con el mismo sentido
con que se lanzaban los chivos expiatorios al desierto cargados con los
amuletos de la culpa colectiva. Deben morir para que todos sus cómplices
menores puedan ser perdonados. Sólo la sangre de los opresores limpia los
pecados de los pueblos envilecidos y sumisos.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home