NI GOLPISTAS ni electoreros
Por: Domingo Alberto Rangel
Nunca, o muy pocas veces, América Latina había vivido una situación más equívoca, confusa y ambigua que la actual. Vulgares golpistas pasan por héroes revolucionarios, agentes electorales ganan fama de radicales y, colmo insuperable sin duda, sindicaleros reformistas alcanzan reputaciones equiparables a la de un Mao o un Che Guevara. Hay que decirlo con voz vibrante, hoy no existe, al sur del Río Grande un solo gobierno revolucionario, no hay tampoco en tales latitudes movimientos con posibilidades de ganar el poder por la vía electoral o por la vía golpista que ofrezca alguna opción de cambio auténtico, s¡ llegare a triunfar. No nos engañemos, ni por la vía del cuartelazo ni por la de las ánforas electorales, no se divisa hoy a nadie que pueda catalogarse de revolucionario.
Hay que ser categórico en tales afirmaciones para no permitir que vuelva a prosperar, o prospere algún día, una de esas confusiones que permiten, extendiendo sus ambigüedades, el deslizamiento de los contrabandos. Ningún militar golpista, ningún movimiento electorero jamás podrá o llegará a ser revolucionario. Bastan pocas razones para probar o demostrar estas afirmaciones. El golpe de Estado cuartelero, así esté acompañado de movimientos de masas que lo enmarquen, ayuden o exalten, será siempre instrumento del opresor, una carta en la manga del enemigo. Los militares, y a ellos hay que referirse tratándose de golpes de Estado, son justo creación, hechura o engendro del Estado. El ejército y las demás instituciones armadas son órganos, agentes o porra que el Estado usa para reprimir. Antes que aparato para la defensa de un país, el ejército es herramienta de represión interna. Las academias militares forman sujetos que sean idóneos, aptos o adecuados para afrontar la necesidad que plantee o demande la represión.
A los militares, cuando empiezan a formarlos en las academias, les hablan, como es obvio, de Carabobo y Ayacucho, pero sobre todo, les enseñan a reprimir manifestaciones, los familiarizan con las técnicas que permiten anular a plomo una protesta. ¿Hablamos cómo caballeros o cómo lo que somos? El militar lleva en el alma, y no puede evitarlo porque llega a consustanciarse con él, un policía de alto coturno. El Estado lo educa para que sean su órgano, martillo o instrumento en el decisivo terreno de la lucha de clases. Como toda profesión, la del militar, tiene dos caras contradictorias como Jano, aquel dios romano que miraba hacia atrás y hacia delante. Hay en el oficio militar, como en el de médico o de ingeniero, unas realidades concretas y unas fantasías abstractas. Las realidades yacen en el papel de arma o trabuco del Estado que invisten los militares, las fantasías se encubren con Bolívar, Sucre y demás próceres que son el adorno de un Estado tan sórdido y criminal como ha sido el Estado venezolano.
Es tiempo de preguntar, por segunda vez: ¿hablamos cómo caballeros o cómo lo que somos? Porque en Venezuela nadie se ha atrevido, desde la muerte de Gómez, a hablar de los militares con una cierta crudeza. Quien lo haga aparece como loco, extravagante o inoportuno, cuando menos. Es por ello que los golpistas, Chávez, los del Carupanazo, etc., pueden pasar por revolucionarios sin serlo. Lo mismo ocurre con los movimientos o las personalidades electoreras, que si hablan un lenguaje irreverente pasan también por revolucionarios. Así como el Estado instruye y forma militares para que haya expertos en la represión, crea por leyes de la República unos órganos electorales que llenan la otra faceta del proceso político. El Estado reprime, y para ello o por ello, tiene el monopolio de la violencia, pero también engaña o persuade y así crea el espejismo que permite seducir.
La Fuerza Armada y el Consejo Nacional Electoral corresponden a las dos funciones magnas del Estado, la de asustar y la de engañar. Al decir estas cosas no estoy descubriendo el agua tibia, pero sí estoy poniendo el dedo en una pequeña llaga. Aquí desde 1936 hasta hoy, las izquierdas de todo tipo de pelambre, moderadas o radicales, marxistas o no, violentas o pacíficas, se han tragado o han silenciado la teoría marxista del Estado, tal como Marx la concibió: el Estado es el terrorista máximo, el agente asesino más conspicuo de la historia. Pero lo hace en nombre de la patria, de la democracia, de Dios o del progreso. Para reprimir o para seducir, según sea la faceta que fuera necesario mostrar en un momento determinado, el Estado apela a los militares o a los doctores que haya formado para tales fines.
En la América Latina de hoy no existe y no puede existir un solo gobierno revolucionario. Los gobiernos que pasan por tales, o que podrían catalogarse como tales, son todos engendros de algún gajo o tronco de la burguesía local y tienen, en la capital del imperio un sector, cuando menos, del gobierno norteamericano que los anima, sostiene o alienta. ¿Acaso no vimos cómo Chávez y Correa y ese payaso devaluado que es Daniel Ortega, se abrazaban entusiasmados con Álvaro Uribe? Hay que preguntarse el porqué Estados Unidos, país donde el gobernante es mister Bush, convive y alterna, mostrando una placidez de novia, con todos los jefes de Estado latinoamericanos de hoy. Para ser revolucionario en la América Latina de nuestros tiempos hay que vivir al margen de la sociedad, sustrayéndose al llamado juego democrático, no participando jamás en los procesos electorales, alentando, acicateando o estimulando toda reivindicación conflictiva de la población, por pequeña que sea, y preparando el “asalto al cielo” en el cual sea posible, no sólo cambiar “el menudo por la morocota”, sino arrasar todas las instituciones. Quien legalice partidos y vaya a elecciones o quien busque a militares para un golpe cuartelero, no es ni puede ser revolucionario.
Hay que ser categórico en tales afirmaciones para no permitir que vuelva a prosperar, o prospere algún día, una de esas confusiones que permiten, extendiendo sus ambigüedades, el deslizamiento de los contrabandos. Ningún militar golpista, ningún movimiento electorero jamás podrá o llegará a ser revolucionario. Bastan pocas razones para probar o demostrar estas afirmaciones. El golpe de Estado cuartelero, así esté acompañado de movimientos de masas que lo enmarquen, ayuden o exalten, será siempre instrumento del opresor, una carta en la manga del enemigo. Los militares, y a ellos hay que referirse tratándose de golpes de Estado, son justo creación, hechura o engendro del Estado. El ejército y las demás instituciones armadas son órganos, agentes o porra que el Estado usa para reprimir. Antes que aparato para la defensa de un país, el ejército es herramienta de represión interna. Las academias militares forman sujetos que sean idóneos, aptos o adecuados para afrontar la necesidad que plantee o demande la represión.
A los militares, cuando empiezan a formarlos en las academias, les hablan, como es obvio, de Carabobo y Ayacucho, pero sobre todo, les enseñan a reprimir manifestaciones, los familiarizan con las técnicas que permiten anular a plomo una protesta. ¿Hablamos cómo caballeros o cómo lo que somos? El militar lleva en el alma, y no puede evitarlo porque llega a consustanciarse con él, un policía de alto coturno. El Estado lo educa para que sean su órgano, martillo o instrumento en el decisivo terreno de la lucha de clases. Como toda profesión, la del militar, tiene dos caras contradictorias como Jano, aquel dios romano que miraba hacia atrás y hacia delante. Hay en el oficio militar, como en el de médico o de ingeniero, unas realidades concretas y unas fantasías abstractas. Las realidades yacen en el papel de arma o trabuco del Estado que invisten los militares, las fantasías se encubren con Bolívar, Sucre y demás próceres que son el adorno de un Estado tan sórdido y criminal como ha sido el Estado venezolano.
Es tiempo de preguntar, por segunda vez: ¿hablamos cómo caballeros o cómo lo que somos? Porque en Venezuela nadie se ha atrevido, desde la muerte de Gómez, a hablar de los militares con una cierta crudeza. Quien lo haga aparece como loco, extravagante o inoportuno, cuando menos. Es por ello que los golpistas, Chávez, los del Carupanazo, etc., pueden pasar por revolucionarios sin serlo. Lo mismo ocurre con los movimientos o las personalidades electoreras, que si hablan un lenguaje irreverente pasan también por revolucionarios. Así como el Estado instruye y forma militares para que haya expertos en la represión, crea por leyes de la República unos órganos electorales que llenan la otra faceta del proceso político. El Estado reprime, y para ello o por ello, tiene el monopolio de la violencia, pero también engaña o persuade y así crea el espejismo que permite seducir.
La Fuerza Armada y el Consejo Nacional Electoral corresponden a las dos funciones magnas del Estado, la de asustar y la de engañar. Al decir estas cosas no estoy descubriendo el agua tibia, pero sí estoy poniendo el dedo en una pequeña llaga. Aquí desde 1936 hasta hoy, las izquierdas de todo tipo de pelambre, moderadas o radicales, marxistas o no, violentas o pacíficas, se han tragado o han silenciado la teoría marxista del Estado, tal como Marx la concibió: el Estado es el terrorista máximo, el agente asesino más conspicuo de la historia. Pero lo hace en nombre de la patria, de la democracia, de Dios o del progreso. Para reprimir o para seducir, según sea la faceta que fuera necesario mostrar en un momento determinado, el Estado apela a los militares o a los doctores que haya formado para tales fines.
En la América Latina de hoy no existe y no puede existir un solo gobierno revolucionario. Los gobiernos que pasan por tales, o que podrían catalogarse como tales, son todos engendros de algún gajo o tronco de la burguesía local y tienen, en la capital del imperio un sector, cuando menos, del gobierno norteamericano que los anima, sostiene o alienta. ¿Acaso no vimos cómo Chávez y Correa y ese payaso devaluado que es Daniel Ortega, se abrazaban entusiasmados con Álvaro Uribe? Hay que preguntarse el porqué Estados Unidos, país donde el gobernante es mister Bush, convive y alterna, mostrando una placidez de novia, con todos los jefes de Estado latinoamericanos de hoy. Para ser revolucionario en la América Latina de nuestros tiempos hay que vivir al margen de la sociedad, sustrayéndose al llamado juego democrático, no participando jamás en los procesos electorales, alentando, acicateando o estimulando toda reivindicación conflictiva de la población, por pequeña que sea, y preparando el “asalto al cielo” en el cual sea posible, no sólo cambiar “el menudo por la morocota”, sino arrasar todas las instituciones. Quien legalice partidos y vaya a elecciones o quien busque a militares para un golpe cuartelero, no es ni puede ser revolucionario.
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